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Defensa De La Escuela. Una Cuestión Pública.

Jan Masschelein. Maarten Simons.

¿Qué Es Lo Escolar? Scholé: tiempo libre, descanso, demora, estudio, conversación, aula, escuela, edificio escolar.

A primera vista puede parecer extraño investigar sobre qué es lo escolar. ¿No es obvio que la escuela es la institución educativa inventada por la sociedad para introducir a los niños en el mundo? ¿Y no es evidente que la escuela pretende equipar a los niños con el conocimiento y las habilidades propias de una ocupación, de una cultura o de una sociedad? Este equipamiento ocurre de un modo específico: en un grupo, con profesores frente a una sala de clase, y basándose en la disciplina y la obediencia. La escuela, entonces, como el lugar donde los jóvenes (según un método específico) reciben todo cuanto deben aprender para encontrar su lugar en la sociedad. ¿No resulta obvio que lo que tiene lugar en la escuela es el aprendizaje? ¿Y que dicho aprendizaje es, por una parte, una iniciación al conocimiento y a las habilidades y, por otra, una socialización de los jóvenes en la cultura de una sociedad? ¿Acaso esta iniciación y esta socialización no están presentes de algún modo en todos los pueblos y culturas? ¿Y acaso la escuela no es sencillamente la forma colectiva más económica para alcanzar este objetivo, que se torna necesaria cuando la sociedad alcanza un cierto nivel de complejidad? Estas son, en cualquier caso, las percepciones comunes y generalizadas acerca de lo que la escuela hace y lo que la escuela es. En contraste con este punto de vista es importante señalar que la escuela es una invención (política) específica de la polis griega y que la escuela griega emergió como una usurpación de los privilegios de las élites aristocráticas y militares de la Grecia arcaica. En la escuela griega, la pertenencia a la clase de los mejores y sabios ya no se justificaba por el origen, la raza o la “naturaleza” de cada cual. La excelencia y la sabiduría se desvinculaban del origen, de la raza y de la naturaleza. La escuela griega tornó inoperante la conexión arcaica entre las propias marcas personales (raza, naturaleza, origen, etc.) y la lista de ocupaciones aceptables correspondientes (trabajar la tierra, hacer negocios o comerciar, estudiar y practicar). Evidentemente, desde el principio hubo muchas operaciones para restaurar las conexiones y los privilegios, para salvaguardar las jerarquías y las clasificaciones. Pero para nosotros, el acto principal y más importante que “hace escuela” tiene que ver con la suspensión de un presunto orden natural desigual, En otras palabras, la escuela ofreció tiempo libre, es decir, tiempo no productivo, a quienes por su nacimiento y por su lugar en la sociedad (por su “posición”) no tenían derecho a reivindicarlo. O, para expresarlo de todo modo, lo que la escuela hizo fue establecer un tiempo y un espacio en cierto sentido desvinculado del tiempo y del espacio tanto de la sociedad (en griego: polis) como del hogar (en griego: oIkos). También fue un tiempo igualitario y, por lo tanto, la invención de la escuela puede describirse como la democratización del tiempo libre?

Precisamente por ese carácter democrático e igualitario, la élite privilegiada trató a la escuela con gran desprecio y hostilidad. Para la élite, y para aquellos que estaban satisfechos con permitir que la organización desigual de la sociedad continuara bajo los auspicios del orden natural de las cosas, esta democratización del tiempo libre era como una bofetada. De ahí que no sólo son las raíces de la escuela las que se hunden en la antigüedad griega, sino también una especie de odio dirigido hacia la escuela. O, al menos, el constante intento de domesticarla, es decir, de restringir su carácter potencialmente innovador e incluso revolucionario. Aun en el presente parecen haber intentos de eliminar la escuela en tanto que “tiempo libre” situado entre la unidad familiar por un lado, y la sociedad y el gobierno por el otro. Son muchos, por ejemplo, los que dicen que la escuela, en tanto institución, debería ser una extensión de la familia, esto es, debería proporcionar un segundo “entorno de crecimiento” suplementario al ofrecido por la familia. Y otra variante de la domesticación afirma que la escuela debería ser funcional para la sociedad, ser meritocrática en sus procesos de selección y, por tanto, reforzar el mercado laboral y producir buenos ciudadanos. Lo que a menudo sucedía y continúa sucediendo (y volveremos a ello enseguida) es que la esencia de la escuela queda muchas veces completamente erradicada de la escuela. En realidad, podemos leer la larga historia de la escuela como la historia de los esfuerzos perpetuamente renovados de arrebatarle su carácter escolar, es decir, como la historia de los intentos de “desescolarizar” la escuela (unos intentos que se remontan en el tiempo mucho más allá de lo que los auto- proclamados desescolarizadores de los setenta eran capaces de percibir). Estos ataques contra la escuela derivan del impulso por convertir de nuevo en productivo el tiempo libre ofrecido por la escuela, paralizando así su función democratizadora e igualitaria. Queremos subrayar que estas versiones domesticadas de la escuela (es decir, la escuela entendida como una extensión de la familia, o la escuela entendida como una institución productiva, aristocrática o meritocrática) no deberían confundirse con lo que realmente significa estar “en la escuela” o “dentro de la escuela”: tiempo libre. De hecho, lo que a menudo llamamos hoy “escuela” es (total o parcialmente) una escuela desescolarizada. Por lo tanto, queremos reservar la noción de escuela para la invención de una forma específica de tiempo libre y no productivo, indefinido, al que no se puede tener acceso fuera de la escuela. El tiempo de afuera (en casa, en el mercado laboral) es- taba —y a menudo está— “ocupado” de modos diversos. Además, no entendemos el tiempo libre como una especie de tiempo de descanso tal como a menudo se lo comprende hoy. En realidad, el tiempo de descanso se transforma en tiempo productivo y se convierte en la materia prima de su propio sector económico. Así, frecuentemente, el ocio se concibe como algo útil en el sentido de que repone nuestras energías o nos permite emprender actividades que conducen a la adquisición de competencias adicionales. La industria del ocio es, señaladamente, uno de los sectores económicos más importantes.

Por otro lado, la escuela surge como una concreta materialización y espacialización del tiempo que literalmente separa o saca a los alumnos del (desigual) orden social y económico (el orden de la familia, pero también el orden de la sociedad en su conjunto) y los lleva al lujo de un tiempo igualitario. Fue la escuela griega la que dio una forma concreta a ese tipo de tiempo. Y eso significa que esta —y no, por ejemplo, la transferencia de conocimiento o el desarrollo del talento— es la forma de tiempo libre gracias a la cual los alumnos pueden salir de su posición social. La forma escolar es la que permite precisamente que los jóvenes se desconecten del tiempo ocupado del hogar o del oikos (el tiempo de la oiko-nomía) y de la ciudad/estado o polis (el tiempo de la política). La escuela proporciona la forma (es decir, la particular composición de tiempo, espacio y materia de estudio que configuran lo escolar) para el tiempo liberado, y quienes moran en ella trascienden Literalmente el orden social (económico y político) y sus (desiguales) posiciones asociadas. Y esta forma de tiempo libre es la que constituye el vínculo común entre la escuela de los atenienses libres y la variopinta colección de instituciones escolares (facultades, escuelas secundarias, escuelas técnicas, escuelas vocacionales, etc.) de nuestro tiempo. En las páginas siguientes no examinaremos la rica historia de la forma de la escuela en su conjunto, sino que nos detendremos en algunos de sus elementos y en su funcionamiento. Nuestra ambición, sin embargo, no es esbozar lo que pudiera ser la escuela ideal, sino tratar de explicitar lo que hace que una escuela sea una escuela y, por lo tanto, lo que hace que sea diferente de otros entornos de aprendizaje lo de socialización, o de iniciación). Y, una vez más, nuestro objetivo no es la salvaguarda de una vieja institución, sino la elaboración de una piedra de toque? para una escuela del futuro.

  1. Una cuestión de suspensión (o liberar, separar, desatar, colocar entre paréntesis) ● Suena la alarma, se enciende el reloj. Un rápido bol de cereales, la mochila en la mano. El tiempo entre este instante y el sonido de la campaña de la escuela está lle- no: cerrar la puerta, correr hacia la parada de autobús, Justo a tiempo, apretados, contar las paradas, bajar, la calma antes de la tempestad, tropezarse con los amigos y aminorar el ritmo para pasear, un minuto de tiempo libre. La escuela como umbral para un nuevo mundo. Aquí no se corre por los pasillos. Paz y quietud durante un rato. La clase no es un lugar tranquilo; es un lugar que se torna tranquilo, que está concebido para esa tranquilidad. La campana nos lo recuerda, y la voz aguda del señor Smith, el profesor de matemática, acude al rescate de los desmemoriados. Que somos todos nosotros. Empieza su clase con una anécdota loca, como siempre hace. Hoy versa sobre algún genio matemático. Como si quisiera amortiguar el shock que nos aguarda en la pizarra en forma de función cúbica. Sinceramente sea o no un truco, funciona. Me dejo arrastrar a ese universo matemático, como un extraño en un mundo de extraños que suplica ser conocido. Una segunda ecuación en la pizarra. Un ejercicio. Se nos da el tiempo para resolverlo por nosotros mismos. Alguien suspira, todo el mundo empieza, el tiempo se agota, alguien se atreve a pedir más tiempo, él nos lo concede. Acabo, miro alrededor y me pregunto si el señor Smith también hace de profesor en casa. Sus pobres niños, su pobre esposa. ¿Crees que también tiene un trabajo de verdad? El tiempo se agota.

¿En qué nos hace pensar el primer día de escuela? A regañadientes, los padres llevan a sus hijos a la escuela, quedándose un minuto extra para asegurarse de que todo está bien, dejándolos marchar. Los más jóvenes abandonando el nido familiar. Hay un umbral y hoy hay quien considera que ese umbral causa una experiencia casi traumática. De ahí el ruego de mantenerlo tan débil como sea posible. Pero ¿no es acaso ese umbral precisamente el que permite independizarse? ¿No es el que permite a los jóvenes entrar en un mundo en el que dejan de ser “hijo” o “hija”? ¿De qué otro modo podrían dejar la familia, el hogar? Es muy simple: eso significa que la escuela da a la gente la oportunidad (temporalmente, por poco tiempo) de dejar atrás su pasado y su entorno familiar para convertirse en un estudiante, como todos los demás. Tomemos, por ejemplo, la escuela hospital, que ofrece a los niños una tregua, aunque sea breve, en su papel como paciente enfermo. Como aseguran sus profesores, estas escuelas “trabajan” hasta el último día, incluso para pacientes con enfermedades terminales. Estas escuelas son transformadoras: “Fuera, ellos son el paciente; dentro, son el estudiante. Dejemos que el papel de “estar enfermo” se quede fuera”? Lo que hace la escuela es producir un tiempo en el que las necesidades y las rutinas que ocupan la vida diaria de los niños (en este caso, una enfermedad) puedan dejarse a un lado.

Una suspensión similar se aplica tanto al profesor como a la materia de estudio. La enseñanza no es una profesión seria, El profesor se sitúa parcialmente fuera de la sociedad o, más bien, es alguien que trabaja en un mundo no productivo o al menos no inmediatamente productivo. Muchas de las cosas que nor- malmente se piden a los profesionales —respecto a la producti- vidad, la prestación de cuentas de resultados y, por supuesto, las vacaciones— no se aplican al profesor. Podríamos decir que ser profesor implica desde el principio una especie de exención o inmunidad. Los profesores no trabajan al ritmo del mundo productivo. Del mismo modo, el conocimiento y las habili- dades aprendidas en la escuela no muestran un vínculo claro con el mundo: derivan de él, pero no coinciden con él. Una vez que los conocimientos y las destrezas llegan al currículum es- colar, se convierten en materias y, en cierto modo, se separan de la aplicación diaria. Evidentemente, las aplicaciones de los conocimientos y de las habilidades pueden tener su lugar en un escenario escolar, pero sólo después de haberse presentado como materias. Esos conocimientos y esas habilidades quedan así liberados, es decir, desvinculados de los usos convencio- nales y sociales asignados como apropiados para ellos. En ese sentido, la materia siempre consiste en unos conocimientos y unas habilidades separados, desconectados. En otras palabras: el material abordado en una escuela ya no pertenece a una ge- neración o a un grupo social particular y ya no puede hablarse de apropiación; ese material ha sido apartado (liberado) de la circulación regular.

Estos ejemplos nos acercan a un primer aspecto de lo esco- lar: que el hacer de una escuela implica suspensión. Cuando se produce la suspensión, las exigencias, las tareas y los roles que gobiernan lugares y espacios específicos como la familia, el lu- gar de trabajo, el club deportivo, el pub o el hospital dejan de aplicarse. Sin embargo, eso no implica la destrucción de esos aspectos. La suspensión, tal como la entendemos aquí, significa tornar algo (temporalmente) inoperante o, en otras palabras, retirarlo de la producción, liberarlo, sacarlo de su contexto de uso normal. Es un acto de desprivatización, es decir, de desapropiación. En la escuela, el tiempo no se dedica a la producción, a la inversión, a la funcionalidad (o al descanso). Por el contrario, hay una renuncia a esos tipos de tiempo. Hablando en general, podemos decir que el tiempo escolar es un tiempo liberado y un tiempo no productivo.

Esto no quiere decir que la suspensión que hemos descrito anteriormente sea realmente operativa en la educación de hoy. Es lo contrario lo que parece ser cierto. Tomemos, por ejemplo, la continua tendencia a etiquetar a los alumnos con las características de su ambiente social y cultural, o el impulso para configurar a los profesores según el molde de un “verdadero profesional” sensible a las exigencias de la productividad y resuelto a convertir las materias en (económicamente) relevantes. Como examinaremos más tarde, estas tendencias pueden derivarse del temor a la suspensión y pueden ser concebidas como un intento de domesticar el tiempo escolar.

Creemos que la forma concreta de la escuela puede desempeñar un importante papel en la posibilidad de aligerar el peso del orden social (suspensión) en aras de producir tiempo libre. La forma específica de las aulas y de los patios de recreo presenta, como mínimo, la posibilidad de separarse literalmente del tiempo y del espacio del hogar, de la sociedad o del mercado laboral, y de las leyes que los gobiernan. Esto puede lograrse no sólo a través de la forma construida del aula (la presencia de un pupitre, la pizarra, la disposición de los bancos a fin de facilitar la interacción táctil, etc.), sino también a través de todo tipo de métodos y herramientas. Y, por supuesto, el profesor también juega un papel importante.

A este respecto, Daniel Pennac es especialmente instructivo en su libro Mal de escuela (2010). Ahí subraya esta suspensión afirmando que el profesor (al menos si “trabaja” con éxito una clase) lleva a los estudiantes al tiempo presente, es decir, al aquí y ahora. Mal de escuela es una obra literaria en la que Pennac cuenta sus interminables infortunios como estudiante desencantado, desmotivado y difícil. A ello le sigue el relato de su (exitosa) carrera como profesor de francés en las escuelas de los suburbios (en las que se encontraba constantemente con el tipo de estudiante que él mismo había sido). Su relato contiene observaciones muy precisas sobre la capacidad de la escuela y del profesor para “liberar” a los estudiantes, es decir, para permitir que los estudiantes se separen del pasado (que los lastra y los define en términos de su [falta de] capacidad/talento) y del futuro (que se presenta bien como no existente o bien como predestinado) y, por lo tanto, que se desconecten temporalmente de sus “efectos”. La escuela y el profesor permiten a los jóvenes reflexionar sobre sí mismos, desvinculados del contexto (antecedentes, inteligencia, talentos, etc.) que los ata a un lugar particular (un itinerario de aprendizaje especial, una clase para estudiantes con dificultades, etc.). Pennac lo expresa diciendo que el profesor debe hacer que “suene un despertador” en cada lección. Ese despertador, esa alarma, ha de lograr sacudir a los estudiantes de lo que llama “pensamiento ilusorio”, es decir, de ese pensamiento que “los atrapa en cuentos de hadas” y que planta la semilla de la incompetencia en la mente de los estu- diantes: “no valgo para nada”, “todo esto es para nada”, “¿para qué intentarlo siquiera?”. Esa alarma, o ese despertador, también disipa los cuentos de hadas inversos: “tengo que hacerlo”, “así es como tiene que ser”, “esas son las cosas de las que soy capaz”, “eso es lo que me conviene”...

“Tal vez enseñar sea eso: acabar con el pensamiento mágico, hacer de modo que en cada curso suene la hora del despertar. ¡Oh!, ya veo lo que este tipo de proclama puede tener de exasperante para todos los profesores que cargan con las clases más penosas de las barriadas de hoy. La ligereza de estas fórmulas comparada con las pesadeces sociológicas, políticas, económicas, familiares y culturales, es cierto... Pero cierto es también que el pensamiento mágico desempeña un papel nada desdeñable en el empecinamiento que el zoquete pone en permanecer agazapado al fondo de su nulidad. Y desde siempre. Y en todos los ambientes” (Pennac, 2010:1 42-143). “Nuestros “malos alumnos” (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de un adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instarlos en un presente rigurosamente indicativo. Naturalmente, el beneficio será provisional, la cebolla se recompondrá a la salida y sin duda mañana habrá que empezar de nuevo. Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor”.

Así pues, la escuela es el tiempo y el espacio en el que los estudiantes pueden abandonar todo tipo de reglas y expectativas relacionadas con lo sociológico, lo económico, lo familiar y lo cultural. En otras palabras, dar forma a la escuela (hacer la escuela) tiene que ver con una especie de suspensión del peso de todas esas reglas. Una suspensión, por ejemplo, de las reglas que dictan o explican por qué alguien —y su grupo o su familia— cae en cierto peldaño de la escala social. O de la regla que afirma que los niños de los barrios de viviendas protegidas no tienen interés en matemática, o que a los estudiantes de la formación profesional les distrae la pintura, o que los hijos de los industriales prefieren no estudiar cocina. Queremos resaltar que por medio de esta suspensión los niños aparecen como estudiantes, los adultos como profesores y los conocimientos y las destrezas socialmente importantes como materias escolares. Es esta suspensión y esta producción de tiempo libre la que liga lo escolar con la igualdad del comienzo. Esto no quiere decir que concibamos la escuela como una organización que asegura que todo el mundo alcanza los mismos conocimientos y las mismas destrezas una vez completado el proceso, o que todos adquieren todos los conocimientos y todas habilidades que necesitarán. La escuela crea igualdad precisamente en la medida en que produce tiempo libre, es decir, en la medida en que logra suspender o postergar (temporalmente) el pasado y el futuro, creando así una brecha en el tiempo lineal. El tiempo lineal es el tiempo de la causa y el efecto: “Eres esto, por lo que tienes que hacer aquello”, “Puedes hacer esto, por lo que tienes que ir all”, “Lo necesitarás más tarde en la vida, por lo que esa es la elección correcta y la materia apropiada”. La posibilidad de romper con este tiempo lineal y con esa lógica causal viene de esto: de que la escuela lleva a los jóvenes al tiempo presente (“el presente de indicativo”, en palabras de Pennac) y los libera tanto del lastre potencial de su pasado como de la presión potencial de un futuro ya proyectado (o ya perdido).

La escuela, como una cuestión de suspensión, no sólo implica la interrupción temporal del tiempo (pasado y futuro), sino también la eliminación de cualquier tipo de expectativas, exigencias, papeles y deberes conectados a un espacio determinado fuera de la escuela. En este sentido, el espacio escolar es abierto y no fijado. El espacio escolar no se refiere a un espacio de paso o de transición (del pasado al presente), ni a un espacio de iniciación o de socialización (del hogar a la sociedad). Más bien debemos concebir la escuela como una especie de medio puro. La escuela es un medio sin un fin y un vehículo sin un destino determinado. Imaginemos un nadador que intenta cruzar un ancho río (Serres, 1997). Parece que nada simplemente de un margen al otro (es decir, de la tierra de la ignorancia a la tierra del conocimiento). Pero esto significaría que el propio río no tiene ningún sentido, que sería una especie de medio sin densidad, un lugar vacío, como volar por el aire. Eventualmente, es claro que el nadador llegará a la orilla opuesta, pero lo más importante es el espacio entre los márgenes (el medio, un lugar que incluye todas las direcciones). Este tipo de “espacio del medio” no tiene orientación o destino pero hace que sean posibles todos los destinos y todas las orientaciones. Quizá la escuela sea otra palabra para este espacio del medio donde los profesores llevan a los jóvenes hacia el presente.

  1. Una cuestión de profanación (o hacer algo disponible, convertirlo en un bien público o común)

● Motores y coches medio desmantelados se exhiben como en un museo. Pero no es un museo de coches, es el taller de una escuela de mecánica, un atelier. Una especie de garaje, pero sin clientes impacientes y problemáticos. Estas piezas no tienen dueño, tan sólo están ahí para todos. No son los motores de último modelo, pero lo importante es la esencia. Ejercicios de ensamblado y desensamblado en su más pura forma. También ejercicios de mantenimiento y pequeñas reparaciones. No hablamos del precio. No ahora, no aquí. Las cosas hay que hacerlas bien, estando atento a los detalles, con conocimientos apropiados y mucho discernimiento. No discernimiento mecánico, sino discernimiento de la mecánica. Y electrónica. Sólo el motor despojado parece ofrecer ese discernimiento, como un modelo desnudo a cuyo alrededor el profesor congrega a sus estudiantes. Como sí la cosa anhelase ser estudiada, admirada, pero también cuidadosamente desmontada y cuidadosamente restaurada. No es el profesor sino este motor el que requiere destreza, y es como si los motores en exposición se hubieran sacrificado a sí mismos para el perfeccionamiento de esas habilidades. Producen tiempo, dan tiempo, y el profesor se asegura de que los estudiantes lo utilicen. Para practicar, con ojos, manos y mente. Una mano habilidosa, un ojo experimentado, una mente concentrada: la mecánica está en el toque. Está bien, pero por fortuna no lo bastante, o aún no. Porque entonces no habría más tiempo para el estudio y para la práctica y, por lo tanto, no habría más tiempo para los errores y para los nuevos discernimientos.

Un sencillo ejemplo: la pizarra, el pupitre. Evidentemente, para muchos la pizarra y el pupitre son los artefactos esenciales de la educación clásica: armas para disciplinar a los jóvenes, arquitecturas al servicio de la pura transferencia del conocimiento, símbolos del profesor autoritario. No hay duda de que a menudo cumplieron esa función. Sin embargo, ¿acaso no decían algo de la escuela esencial? La pizarra que abre el mundo a los estudiantes, y los estudiantes que literalmente toman asiento frente a ella. O el profesor, que con su voz, sus gestos y su presencia, invoca algún aspecto del mundo en el aula. Algo no sólo informativo sino también estimulante, conducido de tal forma que el alumno no puede hacer otra cosa que mirar y escuchar. Son los momentos raros, pero siempre mágicos, en los que estudiantes y profesores se dejan llevar por la materia de estudio que, al ser simplemente pronunciada, parece adquirir una voz propia. Esto quiere decir, en primer lugar, que en cierto modo la sociedad se mantiene al margen: la puerta del aula se cierra y el profesor pide silencio y atención (Cornelissen, 2011:41- 73), Pero, en segundo lugar, se permite la entrada de algo: un esquema en la pizarra, un libro en el pupitre, palabras leídas en voz alta. Se saca a los estudiantes de su mundo y se los hace ingresar en otro. Por lo tanto, en una cara de la moneda hay una suspensión, es decir, un volver algo inoperante, una liberación. Y en la otra cara hay un movimiento positivo: la escuela como tiempo presente y como espacio intermedio, un lugar y un tiempo para las posibilidades y para la libertad. Para ello querríamos introducir el término profanación.

Un lugar y un tiempo profanos, pero también las cosas profanas, remiten a algo desvinculado del uso regular (ya no sa- grado u ocupado por un sentido específico) y por lo tanto algo en el mundo que es accesible para todos y, al mismo tiempo, susceptible de (re)apropiación del sentido. Lo profano es todo aquello, en ese sentido general (no religioso), que ha sido expropiado o, en otras palabras, algo que se ha tornado público. Por la profanación, el conocimiento, por ejemplo, pero también las destrezas que cumplen una función particular en la sociedad, se liberan y se ponen a disposición de todos para su uso público. Las materias de la escuela presentan exactamente este carácter profano: los conocimientos y las destrezas son activamente suspendidos de los modos en que la generación más vieja los dispuso para su uso en un tiempo productivo. Y, al mismo tiempo, esas materias aún no han sido apropiadas por los representantes de la generación más joven. Lo importante aquí es que precisamente esas cosas públicas —que, por ser públicas, están disponibles para un uso libre y novedoso— proporcionan a la generación más joven la oportunidad de experimentarse a sí misma como una nueva generación. La típica experiencia escolar (la experiencia que la escuela hace posible) es exactamente esa confrontación con cosas hechas públicas y disponibles para un uso libre y novedoso. Es, por ejemplo, la confrontación con una prueba matemática tomada del mundo y escrita en la pizarra para que todos la vean. O con el libro de texto abierto encima del pupitre. En principio, esa pizarra o ese pupitre no son instrumentos para disciplinar a los jóvenes, como sostiene la crítica al uso. Son algo que hace posible que las cosas lleguen a sí mismas, separadas y liberadas de su uso regular, y por lo tanto públicamente disponibles. Por esta razón, la escuela siempre significa una relación con el conocimiento por el conocimiento mismo, y a esto lo llamamos estudio, En la escuela, el lenguaje de la matemática se sostiene por sí mismo (las formas de su incorporación social quedan suspendidas) y, precisamente por ello, se convierte en materia de estudio. Del mismo modo podemos hablar de las destrezas, en la escuela, como práctica de las destrezas por sí mismas. Por eso la escuela es el lugar y el tiempo para el estudio y para la práctica: actividades escolares que pueden alcanzar un significado y un valor en sí mismas. Pero esto no quiere decir que la escuela, como si fuera una especie de isla o de torre de marfil, se refiera a un tiempo y a un espacio fuera de la sociedad. Lo que se aborda en la escuela está arraigado en la sociedad, en lo cotidiano, pero ha sido transformado por actos sencillos y profundos de suspensión y de profanación (temporales). En la escuela, nos centramos en la matemática por la matemática, en la lengua por la lengua, en la cocina por la cocina, en la carpintería por la carpintería. Así es como calculamos una media, como conjugamos en inglés, como elaboramos una sopa o como construimos una puerta. Pero todo eso sucede independientemente de cualquier objetivo exterior que tenga que ser alcanzado inmediatamente. Ejemplos de objetivos exteriores e inmediatos serían: qué media dará a ese cliente una visión prospectiva y de conjunto de las tasas de interés esperadas; has usado un inglés gramaticalmente correcto para formular una carta de reclamación a tu casero; hay que llevar esta sopa a la mesa 7; hay que instalar esta puerta en una casa de la calle Baldwin. Es evidente que ciertos aspectos de esas cuestiones se pueden abordar en clase, pero siempre como ejercicio y como estudio. En cada caso, es la “economía” lo que se suspende (activamente) de las destrezas, conocimientos, razonamientos y objetivos; esa “economía” que los penetra en el tiempo “normal”.

Es importante subrayar, como constantemente señala Pennac, que la producción de tiempo escolar (tiempo libre) está acompañada del hecho de que en la escuela siempre hay algo sobre la mesa. Como dice este autor, la escuela no tiene que ver con abordar las necesidades individuales; eso queda fuera de la materia de estudio. Por el contrario, tiene que ver con seguir la lección, con tratar con algo, con estar presente para algo. Hemos de limitarnos, dice Pennac, a la materia de estudio y a las reglas de juego que nos impone la propia práctica de la materia de estudio. De este modo, algún aspecto de la sociedad se introduce en el juego o se pone en juego. Esto remite a una de las palabras latinas para escuela, ludus, que también significa “juego” o “jugada”. En cierto sentido, la escuela es, de hecho, el patio de recreo de la sociedad. Lo que hace la escuela es llevar algo al fuego o poner algo en juego. Esto no quiere decir que la escuela no sea seria o que no tenga reglas. Todo lo contrario. Quiere decir que su seriedad y sus reglas ya no derivan del orden social y del peso de sus leyes, sino más bien de algo del propio mundo (un texto, una expresión matemática o una acción como clasificar o serrar) y que ese algo es, en uno u otro sentido, valioso. En consecuencia, estudiar un texto exige ciertas reglas de juego y cierta disciplina, como sucede también en el caso de quienes se implican en la escritura o en la carpintería. Aquí es importante tener en cuenta que precisamente al convertir algo en juego, al mismo tiempo se lo ofrece para un uso libre y nuevo. Se lo libera, se lo suelta, y se coloca sobre la mesa. Es decir, algo (un texto, una acción) es ofrecido y, simultáneamente, se lo separa de su función y de su significación en el orden social: algo que aparece en y por sí mismo, como un objeto de estudio o de práctica, independientemente de su uso apropiado (en la casa o en la sociedad, fuera de la escuela). Cuando algo se convierte en objeto de práctica o de estudio, eso significa que pide nuestra atención, que nos invita a explorarlo y a involucrarnos en ello, independientemente de cómo pueda ser usado.

Que la escuela es el patio de recreo de la sociedad es tal vez más evidente en aquellos lugares en los que se incorpora algún elemento del mundo laboral sin una inmediata relación con la producción. Es lo que vemos, por ejemplo, en la enseñanza técnica y profesional: trabajar en un motor, hacer el marco de una ventana. Esas actividades son valiosas, pero no son directamente una función de la vida productiva: no hay que entregar el coche, no se tiene que vender la ventana. La escuela es el lugar donde el trabajo “no es real”. Eso significa que se transforma en un ejercicio que, como un juego, se realiza por sí mismo, pero aún así requiere disciplina. Evidentemente, hoy en día —cuando los espacios de aprendizaje hiperrealista son la norma y cuando la educación orientada a las competencias es aclamada como la nueva directriz para la escuela— lo que sucede en la escuela es a menudo criticado como “irreal” o “no realista”. Y a menudo se añade que un oficio se aprende mejor fuera de la escuela. Lo que necesitamos, dicen, no son estudiantes sino aprendices. Aprender un oficio ha de tener una relación directa e inmediata con el mundo real de la producción y con el pretendido uso del oficio. Para nosotros, sin embargo, existe una diferencia sustancial entre estudiantes y aprendices (la forma escolar hace algo y, a través de ella, tanto la práctica como el estudio se hacen posibles). La escuela no es un campo de entrenamiento para aprendices, sino el lugar donde algo —como un texto, un motor, un método específico de carpintería— se separa de su uso propio y por lo tanto también de la función y del sentido que vinculan ese algo al hogar o a la sociedad. A fin de sumergirse en algo como objeto de práctica y de estudio es necesaria esa transformación en juego, esa conversión de algo en materia escolar. En breve mostraremos que transformar algo en juego, es decir, desvincularlo de su uso apropiado, es precisamente la condición previa para comprender la escuela como situación inicial: una situación en la que niños y jóvenes podrán empezar, literalmente, algo nuevo. No obstante, primero nos gustaría decir algunas palabras acerca del modo en que la profanación y la suspensión abren el mundo, y ello por medio de la atención y el interés y no tanto por la motivación.

  1. Una cuestión de atención y de mundo (o abrir, crear interés, traer a la vida, formar).

● Ella ha visto estos animales muchas veces. A algunos los conoce por su nombre. El gato y el perro, claro: pat- lulan por la casa. También conoce a los pájaros. Podría distinguir a un gorrión de un herrerillo y a un mirlo de un cuervo. Y, por supuesto, los animales de granja. Nunca pensó mucho en ello. Era simplemente así. Todos los de su edad sabían estas cosas. Era de sentido común. Hasta ese momento. Una lección sólo con grabados. Ni fotografías, ni películas. Hermosos grabados que convertían la clase en un zoo, salvo que no había jaulas ni barrotes. Y la voz de la profesora que pedía nuestra atención porque dejaba hablar a los grabados. Los pájaros tienen pico, y el pico una forma, y la forma revelaba el tipo de alimentación: comedores de insectos, de semillas, de pescado... Se sumergió en el mundo animal, que se tornó real. Lo que una vez le pareció obvio se le hizo extraño y seductor. Los pájaros hablaron de nuevo, y de pronto ella pudo hablar de ellos de otra forma. Que algunos pájaros emigran y otros se quedan. Que el kiwi es un pájaro, un pájaro sin alas de Nueva Zelanda. Que los pájaros pueden extinguirse. Le presentaron al dodo. Y todo esto en una clase, con la puerta cerrada, sentada en su pupitre. Un mundo que no conocía. Un mundo al que nunca había prestado mucha atención. Un mundo que surgía como de la nada, invocado por los mágicos grabados y por una voz hechizante. No sabía qué la sorprendía más: este nuevo mundo que le había sido revelado o el creciente interés que descubría en sí misma. No importaba. Caminando a casa aquel día, algo había cambiado. Ella había cambiado.

Se acusa reiteradamente a la escuela de estar alejada del mundo. Que fracasa a la hora de abordar lo que es importante en la sociedad; que se ocupa de destrezas y conocimientos obsoletos y estériles; que los profesores se preocupan demasiado por minucias sin importancia y por la jerga académica. En respuesta a esas acusaciones, nosotros queremos argumentar que la profanación y la suspensión hacen posible abrir el mundo en la escuela y que en realidad es el propio mundo (y no los talentos de los alumnos, o sus necesidades individuales de aprendizaje) lo que se revela. Por supuesto, los críticos comprenden de otra forma lo que es “el mundo”. Para ellos el mundo es un lugar de aplicabilidad, de utilizabilidad, de relevancia, de concreción, de competitividad y de rendimiento. Asumen que la “sociedad”, la “cultura” y el “mercado laboral” son (y deben ser) las piedras de toque definitivas que nos indican qué es este mundo. Pero nosotros nos atrevemos a responderles que esas entidades, más que ninguna otra cosa, son ficciones. ¿Realmente sabemos lo que espera la “sociedad” (mucho menos la así llamada “sociedad del cambio acelerado”) o lo que resulta verdaderamente útil? ¿Acaso las listas de competencias a la moda no son más que quimeras que han perdido toda relación concreta con la realidad? La insistencia en la relevancia y en la utilidad práctica, ¿no resulta profundamente pretenciosa, engañosa e incluso falsa para muchos jóvenes? Eso no quiere decir que las competencias y las prácticas en la sociedad o en el mercado laboral no sirvan para nada. Pero aunque formen las instrucciones operativas o los puntos de orientación, la escuela hace algo más. La escuela no está separada de la sociedad, pero es única en tanto que es el lugar esencial de la profanación y de la suspensión a través de las que el mundo es abierto. En_Tren nocturno a Lisboa_, una novela filosófica de Pascal Mercier, el profesor y protagonista, Gregory, recuerda a su profesor de griego. Lo que escribe se aplica tanto a un profesor de lengua como a uno de matemática, de geografía o de carpintería:

“La tarde había comenzado con la clase de griego. El director impartía la clase (..). Tenía la caligrafía griega más bonita que alguien pueda imaginar, dibujaba las letras ceremoniosamente, y particularmente las redondeces —como hacía, por ejemplo, cuando trazaba las figuras de omega o theta, o cuando dibujaba la eta hacia abajo— eran hijas de la más pura caligrafía. Amaba el griego. Pero lo amaba de la forma equivocada, pensaba Gregory, sentado al fondo del aula. Su manera de amarlo era vanidosa. No le importaba tanto celebrar las palabras. Si hubiera sido así, a Gregory le habría gustado. Pero cuando aquel hombre escribía virtuosamente las formas verbales más recónditas y difíciles, no celebraba las palabras, sino a sí mismo como alguien que las conocía. Entonces, las palabras se convertían en ornamentos para él, se engalanaba a sí mismo con ellas, se transformaban en algo emparentado a su pajarita de lunares blancos, la que utilizaba un año sí y otro no. Fluían de su mano, que escribía con el anillo de sello, como si ellas también fueran de la índole de los anillos, un adorno engreído y superfluo. Y así, las palabras griegas dejaban de ser realmente palabras griegas. Era como si el polvo dorado del anillo corroyera su esencia griega, esa que sólo se manifestaba a quienes las amaban por sí mismas. Para el director, la poesía era algo así como un mueble exquisito, un vino fino o un elegante fondo de armario con trajes de noche. Gregory tenía la sensación de que con esta autocomplacencia el director le arrebataba los versos de Esquilo y de Sófocles. No parecía saber nada de los teatros griegos. O no, más bien lo sabía todo acerca de ellos, había estado en Grecia muchas veces, dirigía incluso algunos viajes de estudios, de los que siempre había regresado bronceado por el sol. Pero no comprendía nada de todo aquello, aunque Gregory no habría podido explicar qué quería decir con eso” (Mercier, 2007:39-40).

Este pasaje es especialmente expresivo por muchas razones, y volveremos a algunas de ellas en otro lugar. Aquí es importante señalar con claridad lo que sucede exactamente en la escuela cuando “trabaja” como una escuela, y lo que se pierde como resultado del egoísmo y de la arrogancia del director del ejemplo. Lo que se deduce ex negativo de la cita es que algo se torna real y llega a existir en y por sí mismo. Las palabras griegas llegan a ser verdaderas palabras griegas. Y aunque eso significa que no pueden concebirse inmediatamente en función de su utilidad, eso no implica que sean superfluas (como “joyas engreídas”). Llegan a existir en sí mismas: no hacen nada (es decir, nada en especial), pero son, en sí mismas, importantes. El lenguaje se convierte en verdadero lenguaje y en Lenguaje en sí mismo, así como en otras clases la madera se transforma en verdadera madera y los números en verdaderos números. Esas cosas empiezan a formar parte de nuestro mundo en un sentido real, empiezan a generar interés y a “formarnos” (en el sentido del concepto holandés de vorming). El ejemplo citado deja claro, a su vez, que este acontecimiento formativo no sólo tiene que ver con la clase y con el profesor, sino también con el amor (una idea a la que volveremos).

Así pues, entendemos la formación no como una especie de actividad auxiliar de la escuela, no como algo que ocurre fuera de las materias reales de aprendizaje y que tendría que ver con los valores de uno u otro proyecto educativo. En lugar de ello, para nosotros la formación tiene que ver con la orientación de los estudiantes hacia el mundo tal como ha sido llevado a la existencia en la asignatura o en la materia de estudio. Y esa orientación tiene que ver fundamentalmente con la atención y con el interés por el mundo, y también con la atención y el interés por el sujeto en relación con ese mundo. Recordando a sus propios profesores, Pennac intenta articular lo que ocurre durante las clases:

“Sólo sé que los tres estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia. Armados con esa pasión, vinieron a buscarme al fondo de mi desaliento y sólo me soltaron una vez que tuve ambos pies sólidamente puestos en sus clases, que resultaron ser la antecámara de mi vida. (...) La imagen del gesto que salva al ahogado, el puño que tira de ti hacia arriba a pesar de tu gesticulación suicida, esa ruda ¡magen de vida de una mano agarrando firmemente el cuello de una chaqueta es la primera que me viene a la cabeza cuando pienso en ello. En su presencia —en su materia— nacía yo para mí mismo: pero un yo matemá- tico, si puedo decirlo así, un yo historiador, un yo filó- sofo, un yo que, durante una hora, 2e olvidaba un poco, me ponía entre paréntesis, ,me libraba del yo que, hasta el encuentro con aquellos maestros, me había impedido sentirme realmente allí” (Pennac, 2010:24-25).

Aquí, el (en este caso desalentado) “yo” queda suspendido (elidido, puesto entre paréntesis) en la confrontación con el mundo, lo que permite que surja y tome forma un nuevo “yo” en relación con ese mundo. A esa transformación queremos referirnos como formación. Este nuevo “yo” es ante todo un yo de experiencia, de atención y de exposición a algo. Hay que distinguir entre formación y aprendizaje. O, dicho de otro modo, la formación es típica de las formas de aprendizaje que se dan en la escuela, Aprender implica el reforzamiento o la expansión del yo existente, por ejemplo, a través de la acumulación de destrezas o de la ampliación de la propia base de conocimientos. El proceso de aprendizaje sigue siendo introvertido: un reforzamiento o una extensión del ego, y por lo tanto el desarrollo de la identidad. En la formación, sin embargo, ese yo y el propio mundo vital se ponen en juego constante desde el principio. Así pues, la formación implica salir constantemente de uno mismo o trascenderse a sí mismo: ir más allá de sí y del propio mundo vital por medio de la práctica y del estudio. Es un movimiento extrovertido, el paso que sigue a una crisis de identidad (Slote- dijk, 2011:198-199).

Aquí, el yo no se añade al conocimiento previamente adquirido, y eso es así precisamente porque el yo está en proceso de formación. El yo del estudiante queda así suspendido, escindido: es un yo puesto entre paréntesis, o profano, y un yo que puede ser formado, es decir, al que se le puede imprimir una forma o una configuración específica.

Queremos subrayar una vez más que esto es lo que hace posible que la escuela, en la medida en que tiene éxito, abra el mundo al estudiante. Esto significa, literalmente, que algo (unas palabras griegas, una pieza de carpintería, etc.) pasa a formar parte de nuestro mundo e (in)forma el mundo. Informa nuestro mundo en un doble sentido: forma parte del mundo (que entonces podemos compartir) y lo “informa”, es decir, comparte algo con él, con el mundo existente (y en este sentido añade algo al mundo y lo amplía). Que algo pase a formar parte del mundo no quiere decir que se convierta en objeto de conocimiento (en algo que sabemos del mundo), que de algún modo se añade a la base de nuestro conocimiento previo, sino que más bien pasa a formar parte del mundo en y por el cual estamos inmediata- mente comprometidos, implicados, interesados, intrigados. Y de ese modo algo se transforma en un inter-esse (en algo que ya no es de nuestra propiedad sino es compartido entre nosotros). Podríamos decir que ya no es un “objeto” (inanimado) sino una “cosa” (viva).

Eso es, literalmente, lo que vemos que ocurre en la película El hijo, de los hermanos Dardenne. Observamos a un profesor en acción, Olivier, un profesor común, “ordinario”, más o menos lo opuesto al profesor anteriormente descrito por Gregory. Olivier logra despertar el interés por la carpintería en uno de sus estudiantes problemáticos y completamente “vencidos” (un joven delincuente condenado por asesinato que aprende una “ocupación” en la esperanza de poder regresar a la sociedad). Observamos cómo la madera se transforma en madera real para este estudiante, y no sólo en algo con lo que fabricar armarios o sillas, o utilizar como combustible en la chimenea e, incluso, en algo que lo conduce a una ocupación, que “lo lleva a alguna parte” (aunque ese parezca ser el caso). Como antes, aquí la madera se desvincula de su lugar propio; se transforma en madera real, en sí misma, y por lo tanto se convierte, en un sentido fuerte, en parte del mundo de este estudiante. La madera empieza a pertenecer a ese mundo, a lo que le interesa y le ocupa. Y es algo que empieza a formarlo, que induce cambios en él, que cambia el modo en que su vida y el mundo se le presentan, y que le permite empezar de nuevo “con” el mundo. Abrir el mundo no sólo significa llegar a conocer el mundo, sino que también alude al modo en que el mundo cerrado (es decir, la forma determinada en la que el mundo ha de ser comprendido y utilizado, o el modo en que realmente se utiliza) se abre. Y cuando el mundo mismo queda abierto y libre es cuando puede ser compartido y compartible, cuando puede convertirse en algo interesante o potencialmente interesante: en materia de estudio y de práctica.

Aquí subyace un punto importante. En la medida en que la educación escolar tiene que ver con la apertura del mundo, la atención (y no tanto la motivación) es de crucial importancia. La escuela es el tiempo y el lugar en el que nos preocupamos e interesamos especialmente en las cosas o, en otras palabras, la escuela focaliza y dirige nuestra atención hacia algo. La escuela (con su profesor, su disciplina escolar y su arquitectura) infunde en la nueva generación la atención hacia el mundo: las cosas empiezan a hablar(nos). La escuela nos hace atentos y permite que las cosas —desvinculadas de sus usos y posiciones privadas— se tornen “reales”. Provocan algo, son activas. En este sentido, las cosas que componen el mundo no son un recurso, un producto o un objeto para su uso en el interior de una cierta economía. Abrir el mundo tiene que ver con el momento mágico en que algo exterior a nosotros nos hace pensar, nos invita a pensar o nos induce a rascarnos la cabeza. En ese momento mágico, de pronto algo deja de ser una herramienta o un recurso y se transforma en una cosa real, en algo que nos hace pensar y también practicar y estudiar. Es un acontecimiento en el sentido fuerte de la palabra o, como otra vez nos cuenta Pennac:

“Eran artistas en la transmisión de su materia. Sus clases eran actos de comunicación, claro está, pero de un saber dominado hasta el punto de pasar casi por creación espontánea. Su facilidad convertía cada hora en un acontecimiento que podíamos recordar como tal. Podía pensarse que la señorita Gi resucitaba la historia, que el señor Bal redescubría la matemática, que Sócrates hablaba por boca del señor S. Nos daban clases tan memorables como el teorema, el tratado de paz o la idea fundamental, que aquel día era el tema. Enseñándolo, creaban el acontecimiento” (Pennac, 2010:225-226).

Podríamos formular esos “acontecimientos” como algo que nos hace pensar, que despierta nuestro interés, que hace que algo se torne real y significativo, que se convierta en una materia o en un asunto que importa. Una demostración matemática, una novela, un virus, un cromosoma, un bloque de madera o un motor: todas estas cosas se vuelven interesantes y significativas. Ese es el acontecimiento mágico de la escuela, ese “movere” —ese movimiento real— que no hay que remontar a una decisión, a una elección o a una motivación personal. Mientras la motivación es una especie de asunto personal y mental, el interés es siempre algo que está fuera de nosotros mismos, algo que nos toca y nos conmueve y nos impulsa a estudiar, a pensar y a practicar. Nos lleva fuera de nosotros mismos. La escuela se convierte en el espacio/tiempo del inter-esse, de eso que compartimos entre nosotros: el mundo en sí mismo. En ese momento, los estudiantes no son ya individuos con necesidades específicas que eligen dónde quieren invertir su tiempo y su energía; ellos se exponen al mundo y son invitados a interesarse en él. Es un momento en el que la verdadera comunicación es posible. Sin un mundo no hay interés ni atención.